El ser humano está sujeto a unas determinadas leyes existenciales de nacimiento, maduración o desarrollo, y posterior muerte o disolución.
En este desarrollo que la persona tiene a lo largo de su vida, intervienen una serie de factores que, con el tiempo, van configurando una forma de vivir.
El niño pequeño es la vida. Es una posibilidad de expresión, de espontaneidad y libertad. Como esencia, es la atención, vinculada a los sentidos, y un fondo de donde brota constantemente el potencial: sentir, gozo, actividad, movimiento, comprensión, inteligencia.
Ese potencial de vida en el niño, es decir, su temperamento base se expresa continuamente mediante impulsos y necesidades, pero al mismo tiempo hay una recepción de todo ello hacia él. Existe una interacción profunda y libre entre él y el mundo. El niño vive esta experiencia sin estar separado de los demás: la vive unitariamente.
Capta las experiencias e informaciones a través de los sentidos, y las va almacenando en la mente en forma de memoria. Este proceso lo desarrolla a medida que vive y se interrelaciona con el mundo que lo rodea.
Al principio, el niño recibe estímulos del exterior. Éstos llegan al fondo y, desde ahí, se produce una respuesta llena de espontaneidad y pureza.
En su etapa de crecimiento, recibe unos aprendizajes que se le transmiten por medio de la educación. Ésta debería basarse en unos principios básicos que no limitasen el fundamento del vivir, que favorecieran el desarrollo y la plenitud de vida, así como el reconocimiento de ser verdad. La base primordial y más importante consistiría en el respeto máximo hacia el niño por el hecho de ser: ser vida, identidad viviente. Se trataría de un respeto al niño por ser, y no por su forma de ser.
Sin embargo, no suele suceder así, y no porque los padres, educadores directos del niño, no quieran educar bien, sino porque no saben hacerlo mejor.
Se le transmite al niño una serie de enseñanzas y valores relacionados con la forma como los adultos se viven a sí mismos, con sus errores y limitaciones. Estas enseñanzas también van asociadas a la convivencia con los demás, a través de modelos sociales que no siempre son los más correctos.
Se ha dicho que el niño es la atención, un fondo de vida, una posibilidad por experimentar, que vive con espontaneidad y fluidez. A medida que va creciendo y estructurando el lenguaje, percibe que las personas, los educadores directos, dan importancia a unos determinados aspectos. Entonces, el niño va saliéndose de su fondo y deja de actuar libre y espontáneamente, dependiendo de una u otra demanda exterior.
Se concede más importancia al modo de ser que al ser, y a partir de ahí empiezan los juicios, las comparaciones y el sentido del bien y del mal. Puede apreciarse en expresiones del siguiente tipo: «Tu hermano sí es inteligente y, en cambio, mira qué tonto eres tú». Según el niño siga o no la pauta del modelo que se le indica, se le premia o se le castiga; asociado a ello y a través del lenguaje, se le va grabando en la mente el «tú eres».
Al niño se le dice algo que no es verdad, que es un error. Se le dice a esa mente pura quién es: «Fulanito de tal, que tiene un cuerpo y una mente», y el niño empieza a reconocerse como niño: «Yo soy Javier y tengo sensaciones corporales, un modo de ser, etc.».
En ese momento empieza la deficiencia de la educación, porque ya no se cumple su fundamento principal, es decir, se pierde el respeto total al niño. Se empieza a desvalorarlo como vida, como fondo de conciencia que expresa y experimenta: ver, sentir y actuar; conciencia, energía y felicidad.
Al principio, el niño no hace caso y funciona con su poder de vida, trascendiendo desde el fondo todos los estímulos que le llegan desde el exterior. No obstante, la mente tiene la capacidad de programación y se graba por insistencia, por continua repetición, por impactos combinados entre placer y dolor, y por la importancia concedida por el grupo social en que vive a los modelos sociales (asociación modélica).
Alrededor del año o año y medio de vida, el niño comienza a hacer caso, controlando su espontaneidad e impulsos interiores. Quiere agradar y complacer a los demás, lo que no siempre puede conseguir. Entonces, en la mente del niño empieza a grabarse el «tú eres».
Al niño se le indica que sólo es un cuerpo, es decir, un error. El problema no reside tanto en el error, sino en un «yo negativo» en los tres principios de virtud, en los tres principios de potencial: ver, sentir y actuar. Según su comportamiento, se le irá diciendo: «tú eres tonto» o «no eres suficientemente inteligente», «tú eres débil» o «no eres suficientemente voluntarioso», «tú eres antipático» o «no eres suficientemente amable», que, en definitiva, es la misma negatividad.
Como consecuencia, la mayor parte de las personas tienen como programa base un complejo de inferioridad más o menos desarrollado. Han aprendido que no son suficientemente algo, o bien que son en el aspecto más negativo y reafirmándose en los tres principios del potencial: «yo me creo tonto», «soy más o menos simpático, amable», y «no soy suficientemente voluntarioso».
El núcleo del programa base que funciona durante toda la vida de la persona es la idea de sí mismo, no tanto como idea, sino como carga de vida emocional y energética que se ha instalado en la mente profunda, subconsciente (la mente del niño).
El filtro psíquico siempre se pone por delante de todo lo que se mira y, en vez de verlo de forma nítida y transparente, tal y como es, se ve opaco y distorsionado. A este filtro psíquico se le llama «yo-idea»: lo que yo creo ser, la identificación, la idea que tengo que mí, el ego…, todo son definiciones de lo mismo.
Ese yo-idea es la base de todo comportamiento humano. Base como complejo de inferioridad, base del personaje que tendremos a lo largo de nuestra vida y base de toda problemática humana.
Debido a esos modelos sociales y al yo-idea que se ha construido, empieza en el niño una demanda de que el mundo le ha de dar lo que le falta, y buscará estímulo y valoración constantemente. Ahí se inicia el desplazamiento del fondo de vida al filtro psíquico, y el niño comienza a estar pendiente y dependiente de la opinión de los demás, así como del propio criterio personal que ha ido adquiriendo. Al mismo tiempo, va perdiendo la naturalidad, la ingenuidad y la espontaneidad que tanto valoramos de la niñez.
Inevitablemente, el mundo falla. El niño se esfuerza por agradar, pero, por el contrario, no se le valora ni estimula lo que él desea o espera, e incluso se le recrimina o castiga. Entonces, cuando se ha desplazado toda esa fuerza de vida al filtro psíquico, se pierde la capacidad de asimilar las experiencias dolorosas y el niño se queda adherido a una estructura psicológica, es decir, se queda en la angustia base, donde vive un desamparo, un dolor profundo, una soledad de desgarro. Todo ello va reafirmando y consolidando su yo-idea.
Esa angustia la va a vivir de tres maneras diferentes, en relación con su potencial. En el campo de la energía, se vive una angustia de impotencia: «soy débil», «soy incapaz», «no sé qué hacer». En el campo de la consciencia, se vive una angustia de identidad: «¿quién soy yo?», «estoy perdido», «no soy nadie»; se experimenta despiste. En el campo de la afectividad, se vive una angustia de soledad afectiva: «me siento abandonado», «no me quieren», «me siento solo», «soy indigno de ser amado o de amar».
El niño, que es esa atención de fondo (donde se regenera todo), ese temperamento base, se desplaza a una estructura psíquica de pensamiento y emociones, a través de dolor, insistencia y «machaque». Ya no vive el fondo, la atención, sino que va a vivir identificado con un «yo falso» y siendo aquello que ha aprendido a ser, ese filtro llamado yo-idea, a nivel negativo, que le hará vivir el sentimiento de culpabilidad y un profundo dolor psíquico.
Existen dos tipos de yo-idea: el negativo, es decir, el nivel en que estoy viviendo el complejo de inferioridad, y el erróneo, o sea, la idea de creer que soy un cuerpo y una mente, que adquiere información, etc. En realidad, yo no soy nada negativo, yo soy la vida, y la vida es una conciencia que experimenta. Yo me doy cuenta del cuerpo y de la mente, que no son mi auténtica identidad. El cuerpo cambia, la mente cambia, y sólo son un vehículo para experimentar. Lo idéntico en mí es esa atención atemporal, esa presencia que se da cuenta, que siempre es y siempre será.
El potencial de vida en el ser humano se expresa de tal manera que busca el mayor bien, gozo y amor posible; dirigir bien la voluntad de acción o comprender su existencia y a sí mismo. Por un lado, existe una idea negativa de mí y, por otro, una demanda de plenitud. Ningún ser humano acepta la idea de ser negativo en algo y quiere la totalidad; éste es el principio de espiritualidad de todo ser humano por el hecho de serlo. La persona nace para reconocer la verdad, la auténtica verdad de sí.
Al vivirme como algo negativo, proyecto mentalmente aquello que me va a dar la plenitud, en positivo. Al tener una idea negativa de mí, surge un ideal para compensarla. El yo-idea queda grabado en la mente, pero no se acepta, provocando lo contrario. A eso se le llama el «yo-ideal», que conlleva una respuesta exterior de demostrarme a mí y a los demás que soy listo, valiente, esforzado o que sé amar, etc.
El yo-ideal tiene dos aspectos: el interno, que es una reafirmación interna, es decir, que me admiren como inteligente, que me valoren como esforzado y capaz, y que me quieran; el externo, que es una reafirmación externa y que puede ser muy variada según las experiencias de cada persona.
El ideal externo es una proyección del ideal interno. Detrás de los ideales externos, se halla el ideal de ser listo, inteligente, esforzado, voluntarioso y amoroso. Nos podemos encontrar con un mismo ideal externo y con diferente ideal interno.
Creemos que el ideal externo nos va a dar la plenitud y no nos damos cuenta de que, aunque consigamos cumplir algunos deseos e ideales, seguiremos teniendo deseos. El hecho de no desear es el resultado de la comprensión de la idea que tengo de mí. El mecanismo aprendido en la infancia de complejo de inferioridad funcionará automáticamente si no se diluye, y en cada momento habrá demanda de ser valorado, querido y admirado.
Observamos que, al acercarnos al yo-ideal, estamos más alegres, más estimulados a actuar, más contentos, mientras que si nos acercamos al yo-idea, a la idea negativa de mí, nos sentiremos más depresivos, tristes, pasivos, tensos…
Se trata de una lucha mental en la que no acepto ser menos, porque intuyo la plenitud que soy y que en mí hay una identidad que permanece constante e inalterable en todo momento y circunstancia. Yo no soy los pensamientos y emociones, ni los miedos, la angustia o las ilusiones. Yo soy lo idéntico, lo que no cambia, yo soy la Realidad.
Como dice Antonio Blay, «el juego del yo-idea es falso, siempre termina en dolor, pues en un mundo de ilusiones, es lógico que hayan desilusiones». «El yo idealizado es un deseo. Buscamos la plenitud en las cosas externas, pero la plenitud es algo propio del ser, la plenitud está dentro de uno mismo, no fuera».
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