Toda pregunta surge de la ignorancia de la propia respuesta que, al proyectarse hacia lo externo, espera ser saciada. No solemos darnos cuenta de que, en el ahondamiento de la misma ignorancia como silencio profundo, todo queda respondido…
La mente necesita movimiento, ya que su naturaleza radica en mover datos, ideas e interpretaciones, expresar o reprimirse, ser admirada o valorada, y querida por los demás. Eso, pues, es la mente: un conjunto de ideas, de archivos ordenados, o desordenados, desde los cuales uno funciona como puede.
En el mundo espiritual (por llamarlo de alguna manera, ya que no hay mundos separados), el aspirante cree que hace, se esfuerza en lo que puede: yo medito, yo estudio, etc. Pero siempre aparece ese reiterado yo, esa primera persona que reivindica lo que realmente se debería destruir, el falso yo.
Resultando unos pasos inevitables, la mayoría de las veces vivimos y pensamos desde aquello que hemos aprendido y que nos hace funcionar de una determinada manera: desde un yo que hace, que dice, que no acepta las circunstancias naturales surgidas por ese funcionamiento, sin darnos cuenta de que toda acción conlleva una reacción, etc.
No obstante, si realmente nos diéramos cuenta, aceptaríamos todo lo que sucede. Pero no es así. El automatismo suele cegar e impedir su propia muerte…
A un nivel superior, la mente es vista y observada por Dios, el Testigo, el darse cuenta, la Atención, o como lo queramos llamar. Todo ello resulta un descubrimiento asombroso que desculpabiliza. Sin embargo, por la poca vivencia en profundidad de ese «instante» que queremos tener y exclusivizar, me enfado, quiero experimentarlo, me veo tonto por no poderlo retener…
«Aspirante, Yo de Yoes, tú que quieres comprender y vivir la realidad, la divinidad, observa bien que no eres el contenido de la mente, no sufras porque en el sufrir mismo va implícito el ego, causante del dolor, date cuenta de eso…»
Creemos que poseemos toda la autoría, y desde ahí hacemos o creemos que hacemos. Pero ¿por qué hacemos?, ¿a quién obedecemos?, ¿quién es el jefe de jefes?, ¿quién dirige todas las mentes? Si te detienes a pensar, ¿acaso tú estás eligiendo respirar?, ¿elijes que funcionen tu corazón, tus riñones o tu hígado?, ¿quién los dirige?, ¿acaso decides leer estas líneas en profundidad?, ¿qué divina inteligencia lo mueve todo?, ¿por qué…?
Un aspirante formula la siguiente pregunta a Nisargadatta Maharaj:
«Interlocutor: Comprendo que todo el mundo está bajo la obligación de realizar. ¿Es su deber o su destino?
Maharaj: La realización es darse cuenta del hecho de que usted no es una persona. Por lo tanto, no puede ser el deber de la persona cuyo destino es desaparecer. El destino es el deber del que se imagina que es la persona. Descubra quién es ése y la persona imaginada se disolverá. La liberación lo es de algo. ¿Qué es usted, para liberarse de qué? Obviamente, debe liberarse de la persona por quien usted se toma, pues es la idea que tiene de usted mismo la que le mantiene sumido en la esclavitud…»
Todo se derrumba cuando, a través de la reflexión reiterada, empiezo a descubrir que lo que creía ser es un error, que no soy éste y que el otro no es el otro, es decir, que no somos dos (pero es mucho decir para el aspirante; por el momento, todo está intelectualizado y no suele haber nada más…).
Tenemos que sufrir muchos desengaños y vivenciar muchos golpes psicológicos, pero, aun así, hoy en día en los círculos espirituales se suele utilizar el dolor pasado como si se tratara de galones militares, encontrando orgullo, prepotencia y vanidad en expresiones de vida que son las que le han tocado experimentar a uno. A nivel humano, todos hemos vivenciado experiencias dolorosas porque la mayor parte de las veces confundimos un palo con una serpiente.
Podemos oír explicaciones como ésta: «Pues yo consumía todo tipo de drogas, mezclaba alcohol con LSD, y después amanecía no sé dónde sin acordarme de nada; un día probé tal sustancia…». Y observamos que la persona se enorgullece de explicar toda esa experiencia. Por lo que nos transmiten los sabios, sabemos que en la Realidad última toda experiencia es un sueño, que no hay Nada y hay Todo, y eso no tiene importancia. Pero en lo relativo (que también es real, porque no puede surgir una mentira de una verdad), hay lo que hay: es mejor pasar una purga de arrepentimiento a enorgullecerse de haber tomado drogas, o de haber engañado, robado, estafado y deshonrado a tus padres, así como de haber traicionado a unos amigos y humillado a otros, etc.
Otros personajes se enorgullecen de haber sido pobres, pasado penurias, tenido padres alcoholizados, o bien de haber sufrido la muerte de seres queridos o enfermedades letales, junto con muchas otras historias que se podrían contar.
El orgullo es muy habilidoso, se escabulle y rápidamente ofrece su carta de presentación y veteranía espiritual. Sólo engañamos a otros que esperan esas historias para no dormir, para llorar, compadecerse y acompañarte en el sentimiento (eso dicen).
Todo ello es locura mental, pasotismo, autoengaño comercial y competiciones para ver quién sufre más. Es una farsa que hay que demoler y después limpiarlo todo. Si estas palabras te llegan, mírate bien y date cuenta de que eres tú (el que cree ser) quien se autoengaña, el pasota, etc. ¿Acaso crees que siempre vas a existir como cuerpo-mente? Levántate y observa la vida, rompe todos los esquemas y sé tú mismo. Vuélcate hacia fuera, desde dentro; olvídate de lo personal y vivirás la totalidad. Como crees que eres un gran ego aparte de todo, vive el mayor de todos los egos: la totalidad manifiesta. ¿O te conformas con menos? Sal del vaso y lánzate al océano.
Dicha toda esta tontería (¿o no?), volvemos al principio: ¿quién medita? Si no existe alguien o un yo personal (según nos dicen las enseñanzas Abduaita), tampoco existe la meditación, ya que para meditar se necesita alguien que medite (hay vestigios de un hacedor que se pone a meditar, de un pensamiento que quiere meditar).
La meditación es nuestro estado natural. Aunque diga yo soy eso u aquello, la meditación es siempre, como darse cuenta, como atención. Sin embargo, al vivirnos tanto horizontalmente, esa fuerza que es la totalidad, y que en sí es correcta, hace que nos identifiquemos con las formas desde el yo, viviéndose con mucha intensidad las experiencias (mi ordenador, mi casa, mi coche). Eso está bien desde un ordenamiento relativo, pero no desde la identificación maligna de posesión total de ello. ¿Por qué digo que está bien? Porque seguramente Dios no se equivoca, y si no fuera así, no tendrías ganas ni de leer estas palabras ni de poseer tu casa, tu comida, tu coche y todo lo que se te ha otorgado.
No obstante, en lo que concierne a la Realidad, a la que no le importan todas las tonterías personales, no pasa nada: ya la eres. Desde ahí puedes verlo todo sin filtros, porque se trata de tu estado natural. No hay el que medita, sólo existe la meditación. No existe el que comprende, sólo la comprensión. No existe la autoría personal, sólo Dios…
Así pues, no existen los meditadores, sólo el estado natural, y no existe el esfuerzo personal, sino únicamente la voluntad divina que, por un conjunto de circunstancias, te ha llevado a que tu cuerpo-mente funcione de una determinada manera. Unas tendencias kármicas, en cuanto a formas y pensamientos, nos conducen a ser lo que somos en lo aparente y relativo de nuestras vidas.
Entonces, ¿qué debemos hacer? Desde la Realidad, no se hace nada (como vivencia impersonal) y, desde lo personal (identificado) hacia lo trascendente, se hace todo.
¿Cómo ser más yo mismo o mantener el estado natural?
Uno debe mantenerse muy atento. Querer diluir el pensamiento es un error. A través del trabajo psicológico se calma la mente, pero el requisito natural es volver desde lo personal a reiterar en la atención e indagar en el «¿quién soy yo?».
Debo ir vivenciando cada vez más la respuesta a esa pregunta, mantenerme más despierto en cada momento, siempre atento, percibiéndolo todo nuevo. La mente anda su camino y no le podemos pedir que pare, como tampoco al corazón. Pero en la atención atendiéndose, en el observador observándose, se diluye el aspecto personal y surge la totalidad, sin buscar experiencias, sino sólo abertura consciente, unidad de unidades, presencia directa.
¿Quién medita? Nadie medita, somos la meditación. Nadie maneja las cuerdas. «Observador de la vida, no existen los gustos diferenciados. Gran deleitador de gozos, no rechaces ni el dolor ni el placer, para ti todo lo que surge es tu propia consciencia.»
Se trata de una gran confusión, un enorme error, el hecho de meditar y querer llegar a algún sitio, por querer vivir estados de gozo, gusto, en los que se manifieste lo superior. Sin embargo, ¿para qué esas experiencias? Si tuvieras mucha sed, querrías agua, y no un buen orgasmo, es decir, el beber esa agua con ganas da más gusto en ese momento que otras cosas relativas. Lo superior está muy bien, pero todo es superior, todo es Él en forma de formas. Para Él no existe lo superior ni lo inferior. Si la muerte corporal tiene que llegar, Él no va a elegir entre tu cuerpo-mente o una pequeña bacteria, ya que para Él somos lo mismo, aunque a la mente identificada podría parecer una locura. Pero… ¿quién sabe nada?
Toda experiencia resalta porque se compara con otra. Si no se estableciera ninguna comparación, o bien resaltarían todas las experiencias o ninguna. La meditación nos vincula con la mente más profunda, más sattvica. En la quietud mental, la reflexión de lo aprendido rompe esquemas mentales y da sabiduría de vida, de realidad. Surgen profundas reflexiones de lo intuido, que nos acercan a la vivencia de lo Real, por comprensión pura de la verdad.
La vía rápida es la de la comprensión de la verdad, llamada la vía del pájaro, en oposición a la vía de la hormiga, que es la de la meditación. No obstante, volvemos a preguntarnos: ¿quién sabe nada? A nivel kármico, cada uno hace lo que tiene que hacer, incluso el ser iluminado (por así decirlo) no está libre de esa tendencia kármica respecto a la apariencia de su forma física, que debe seguir su proceso y morir…
Entonces, en la vía del conocimiento y en la reflexión reiterada del «¿quién soy yo?» (que se entremezcla porque, en sí, esa reflexión está realizada desde un estado contemplativo, fuera de lo mental mundano o conocido de las apariencias; se trata de una reflexión hacia dentro, meditativa, del estado natural), aparece la conciencia directa de la verdad como Ser, que reeduca la mente. Por eso es la vía rápida de la comprensión, del conocimiento perenne vivenciado, reiterado hasta que la mente pensante se queda vacía de argumentaciones y excusas mundanas, rindiéndose a la verdad, a lo Divino. A partir de ahí, se vuelve devota de esa atención, sirviéndole de instrumento para expresar y moverse en el mundo de las apariencias.
Todo está bien, elijamos la vía que elijamos. Incluso se podría decir más: ¿elegir qué? Todo es un conjunto de circunstancias cuyo resultado es lo que nos tocará hacer, queramos o no. La voluntad personal no existe, está porque pertenece a la voluntad divina, pero es gota, y no océano.
La meditación tranquiliza la mente. Si se realiza bien, entonces no es necesario obsesionarse con ella, ya que significa que el ego se calla, surge la lucidez y predomina la atención. Ha habido comprensión, conocimiento que ha silenciado lo mental, y se busca a ese «¿quién?» en todo momento, en toda circunstancia, sin necesidad de retirarse en soledad como a la hora de meditar. Ahora, en todo momento, «¿quién?», la vivencia, la búsqueda reiterada nos dará la comprensión última. Pero… ¿quién sabe nada?…
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